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¿Qué es más fácil, negarse a recibir 100 mil dólares de parte de un político o de un empresario corrupto por algún “favor”, o negarse a pagarle 20 soles a un policía para que “olvide” nuestra falta de tránsito? Desde una perspectiva genérica o categórica, podríamos decir que ambos ejemplos son casos particulares de una mismo tipo que constituye el modelo. Sean 20, 100 mil o 1 millón, en todos los casos existe una misma manera de transgredir la ley. Esto presupone que la diferencia cuantitativa (20, 100 mil, etc.) no implica un cambio en la naturaleza o en la cualidad de la falta (son la misma acción: corrupción en este ejemplo). Esto es cierto desde una perspectiva sistémica o lógica, perspectiva que tiende hacia la homogenización o equiparación con la finalidad de crear “códigos” que categoricen las acciones y permitan, así, mantener un determinado orden (de no ser así, habría que juzgar cada acción en su singularidad, lo que haría imposible, en última instancia, la existencia de la ley). Sin embargo, esto no es del todo cierto. Inclusive, desde un punto de vista jurídico, los dos casos ejemplificados anteriormente no son iguales. De ahí que reciban sanciones diferenciadas. Esto último solo nos muestra la necesidad de desplazarnos continuamente para asumir nuevas visiones y para, gracias ello, reevaluar nuestros problemas.

Bajo una aproximación psicológica, la diferencia cuantitativa casi con necesidad absoluta genera una diferenciación en la cualidad. Es evidente que el impacto emocional, para el individuo que se enfrenta a la posibilidad de ganar 100 mil, es abrumadoramente distinto a aquel que recibe el que se halla ante la posibilidad de perder (o ganar, igual da) 20. Y acá la referencia al “impacto emocional” es clave: no somos titanes kantianos, capaces de hacer abstracción total de nuestra sensibilidad para así poder juzgar al mundo y a nosotros mismos como el Deber universal lo haría (incluso, tendríamos que cuestionar la existencia de tal posición). ¿En qué consiste, entonces, este impacto emocional que funciona como el principio transformador de las situaciones referidas? En primer lugar, y desde una perspectiva fenomenológica, en una alteración de nuestra percepción del mundo, que conduce al “yo” a ocupar un lugar aún más protagónico del que comúnmente tiene (devenimos aún más hobbesianos). En segundo lugar, como consecuencia de lo anterior pero ahora ya desde una perspectiva ética, asistimos a una radical alteración de nuestra forma de valorar y evaluar el mundo y, obviamente, el lugar que ocupamos en él. El sentido y el valor de las cosas, mientras dura esta situación delirante, se determina alrededor de nuestro eje subjetivo.

Entonces, parece claro que las situaciones planteadas como ejemplo son diferentes, al menos psicológicamente hablando (lo que implica una fenomenología, una ética, una moral, una política inclusive). Y la diferencia radica, fundamentalmente, en que generan perturbaciones disímiles en el sujeto de la acción. Es esto lo que me interesa, pues nos da una clave para intentar responder nuestra pregunta inicial: ¿cuál situación es más fácil de evitar? Es decir, ¿en cuál de ellas tenemos más chance de dirigir nuestra voluntad y no vernos subyugados por una evento que, generando alteraciones psíquicas (y físicas, sin duda), nos impide percibir, valorar y evaluar las cosas en su justa medida? La respuesta se muestra casi evidente: es más fácil no pagar 20 soles que evitar recibir 100 mil. Pero, ¿es esto lo que sucede en la realidad? Como generalmente ocurre, el despliegue de lo real se empeña en mostrar el desvarío o, al menos, la insuficiencia de nuestras teorizaciones. El día a día testifica que ambos casos son frecuentes; y, además, que el hecho de que sea más simple evitar pagar una coima de 20 no hace que actuemos en consecuencia. Por el contrario, paradójicamente, la micro-corrupción es  moneda corriente.

La cuestión clave para entender la anterior paradoja, me parece, radica en que existe un desfase en nuestro juicio acerca de los dos casos planteados como ejemplos (en general, existe un desfase en nuestro juicio sobre la transgresión y el respeto de la ley, sobre la moral). El desfase al que aludo consiste en que ambos son condenados, es cierto, pero el escándalo, la reprobación absoluta, se instala mayoritariamente en la macro corrupción (en la gran falta), pues nos impresiona la magnitud de la cantidad, los nombres famosos de los involucrados, las repercusiones políticas, sociales y mediáticas, etc. En pocas palabras, nos concentramos en los grandes casos pues amamos obscenamente el Espectáculo, en términos de Guy Debord. ¿Y lo cotidiano? Es simplemente eso: común, habitual, ordinario, usual, anónimo, normal. La transgresión cotidiana está casi normalizada en nuestras sociedades y, por ello mismo, moralizada. Más aún, como bien señala el sociólogo Gonzalo Portocarrero, constituye una lógica paralela a la del sistema, una “sociedad de cómplices”. Así, la tolerancia se instala entre nuestras pequeñas vidas y entre sus pequeñas perversiones. El desfase está, entonces, en concentrar nuestro juicio en lo macro y en perder de vista lo micro. Y, una vez más, esta no es una cuestión solo de cantidades o de ámbitos (público vs privado); es, más radicalmente, un asunto que nos involucra en profundidad: atender a lo macro es ver la falta en el Otro, además, en el otro Trascendente y con Poder; centrarse en lo micro es percibir la falta en Sí Mismo, en la propia Inmanencia Desnuda. Es esto lo que no nos gusta, pues deseamos fuertemente realizar aquellas excepciones subjetivas de las que hablaba Kant y porque gozamos asumiendo el rol de jueces y verdugos de quienes, a su vez, disfrutan siendo castigados en la palestra del Espectáculo[1].

Vuelvo a mi posición: es más “fácil” evitar la micro-transgresión. Vuelvo, inevitablemente, a la paradoja: es la más tolerada. Nos escandalizamos cuando sale a la luz algún caso de corrupción en la esfera política: “cómo pudo hacerlo, ¡ladrón!” exclamamos sin recelo. Sin embargo, ante la falta del vecino, o la propia, nos hacemos cómplices: “así funcionan las cosas aquí pues”. Ambos casos son reprochables, eso no está en duda. Mi intención es generar un desplazamiento en nuestra apreciación para arribar a  una nueva manera de juzgar y, principalmente, de convivir. No seamos hipócritamente kantianos y reconozcamos como inherente a la naturaleza humana, y en una medida mucho mayor de lo que creemos, aquel “impacto emocional” del que hablé líneas arriba. Reconozcamos, con ello, que evitar las grandes transgresiones, cuando se nos presentan en una determinada situación, es mucho más difícil. Reconozcamos, por tanto, que el acento moral, tanto de nuestro juicio interior como exterior, debería orientarse hacia lo cotidiano, hacia las acciones que implican pequeñas faltas y que, por ello mismo, son más fáciles de evitar. Además, es necesario evitarlas porque son mucho más abundantes y porque están más normalizadas/moralizadas. Toda nuestra severidad, entonces, debería recaer en quienes pudiendo decir “no”, simplemente “miran hacia otro lado”. (Ojo: esto no implica olvidar la otra cara de la moneda, solo busco resaltar un aspecto que me parece que frecuentemente descuidamos).

Todo este razonamiento se debe entender, evidentemente, también a la inversa, es decir, no solo cuando de faltas o transgresiones se trata sino cuando nos encontramos frente a la necesidad de realizar acciones morales “positivas”: respeto, solidaridad, empatía, compasión, etc. No seamos, una vez más, ni hipócritas ni titanes, y no exijamos de nosotros, humildes seres humanos, cargados de vicios y defectos, grandes acciones morales, como si de super héroes de la pantalla grande se tratara. Seamos más modestos y humildes y, a partir del reconocimiento de nuestras propias posibilidades de intervenir positivamente sobre lo real, hagamos lo que está a nuestro alcance. Soy partidario, en este punto, de la teoría de los “círculos éticos” desarrollada por Michel Onfray en La escultura de sí. Por una moral estética: no pretendamos ser “solidarios”, por ejemplo, con toda la humanidad, es humanamente imposible; aspiremos, en otra dirección, a la construcción de círculos éticos en los que esta acción (sentimiento moral) sea posible (por ejemplo, en un primer círculo, puedo ser solidario con mi familia, en uno segundo, con mis amigos… y, luego de algunos, tal vez, ya no sea solidario con quienes quedan fuera).

Para finalizar, mi propuesta es pensar la ética en micro, en lo ordinario, en las pequeñas acciones. Solo ahí está la posibilidad de transformación del espacio social que habitamos: la revolución. El cambio proviene desde abajo, desde la inmanencia, desde nosotros, desde la multitud; nunca ha habido un auténtico cambio desde arriba, desde la trascendencia, desde la autoridad, desde el poder. Apuntemos, entonces, en nuestro diario transitar el mundo, a hacer efectiva una modificación consciente de la vida cotidiana, como lo pedía la Internacional Situacionista (Debord y compañía), solo así podremos liberarnos de la servidumbre en la que tan gozosamente está sometida nuestra voluntad. Devenir revolucionario, esa es nuestra consigna.


[1] Véase, por ejemplo, el popular programa de la televisión peruana MagalyTv.